Procedimientos del western clásico, combinados con toques revisionistas; entrecruzamiento entre ficción y realidad; no actores que se interpretan a sí mismos; el director explicando la película delante de cámara; escenas que se acercan al documental etnográfico. Todos estos elementos parecerían formar parte de un film contemporáneo, cercano a lo experimental, sin embargo pertenecen a una película gauchesca rodada en 1917, en plena época del cine silente, llamada El último malón. Y lo más curioso es que su director, el político y escritor Alcides Grecca, nunca más volvió a dirigir.
Comencemos narrando brevemente los hechos históricos que inspiraron la película. En 1904 en la localidad de San Javier, ubicada al norte de la provincia de Santa Fe en la región noreste de la Argentina, convivían los pioneros europeos y criollos que se dedicaban a la agricultura y al comercio junto con tribus de indios Mocovíes, que llevaban varios siglos sufriendo la explotación y la marginación a las que eran sometidos. Los blancos ocupaban la zona norte del pueblo, habitando en grandes casas de ladrillo, mientras los indios se hacinaban en los ranchos de la zona sur, sirviendo de mano de obra barata para los ricos del lugar. El cacique principal había llegado a un acuerdo con las autoridades locales que le permitía vivir en condiciones de privilegio, a cambio de mantener a los suyos bajo control. Esta situación motivó el descontento de dos de los hermanos del jefe de los Mocovíes quienes, luego de dos años de protestas, organizaron un levantamiento el día 21 de abril. Con la intención de apoderarse del pueblo, los indios avanzaron al mediodía por las calles de San Javier, portando sus armas tradicionales: lanzas y cuchillos. Inmediatamente los sublevados fueron recibidos por una lluvia de balas, proveniente de los techos de las casas y la torre de la iglesia donde los colonos estaban acantonados. El resultado de la efímera rebelión fue la muerte inmediata de gran parte de los atacantes, la detención de casi todo el resto y la huída de unos pocos, rumbo al espeso monte chaqueño.
Trece años después de los sucesos narrados, Alcides Grecca, oriundo de San Javier, decidió rodar una película sobre lo que en el pueblo se conocía como el último “malón” Mocoví. Vale aclarar que los malones eran en realidad una táctica guerrera, utilizada por los indios de diferentes etnias y regiones durante los siglos anteriores, que consistía en atacar por sorpresa una población determinada, tomar prisioneros, hacerse de todos los bienes materiales posibles y huir rápidamente rumbo a las tolderías. Como puede verse, el levantamiento Mocoví de 1904 poco tuvo que ver con eso.
Grecca no era un director de cine profesional; como ya fue dicho, El último malón es su única incursión en la actividad. Durante su vida se dedicó principalmente a la política, el periodismo y la literatura. A los quince años fue testigo presencial de la rebelión de 1904 y más adelante, durante su acción pública, se preocupó en numerosas oportunidades por la problemática indígena. Su película refleja sus anhelos y contradicciones en relación con el tema.
El film comienza con una escena que hoy consideraríamos moderna. En ella, mientras las placas de los intertítulos explican didácticamente los hechos históricos, aparece Grecca en su rol de diputado provincial acompañado por el gobernador y otro de sus colegas. Entre los tres hacen algunas observaciones sobre el guión del film que estamos empezando a ver. En la imagen siguiente, registrada desde lo alto, se muestra una visión panorámica de San Javier. Allí se evidencian claramente los contrastes entre la zona del pueblo ocupada por los blancos, con sus casas, sus calles con árboles y sus edificios públicos, y los ranchos de barro donde los indios llevan una vida miserable, según se acota en otro de los intertítulos.
A partir de ese momento la película se acerca a lo que luego se denominaría documental etnográfico. Vemos a algunos ancianos de la tribu, a su cacique y al jefe del levantamiento de 1904. También observamos cómo se efectúa la pesca y la caza, y las diferentes tareas que los indios realizan trabajando como peones en las estancias. Grecca toma posición con las imágenes que muestra y aprovecha para describir la penosa situación que atraviesan los mocovíes: acechados por el alcohol que le venden los blancos y la pobreza, producto de las numerosas injusticias que sufren, sobreviven como pueden en medio de un contexto que les es altamente desfavorable.
Luego, entrando ya en el terreno de la ficción, la película comienza a narrar los preparativos de la sublevación. A medida que los indios se van poniendo más hostiles e intransigentes la mirada de Grecca, hasta entonces comprensiva, comienza a modificarse. La hipótesis central del film se sostiene en la idea de que las iniquidades que padecen los mocovíes los llevan a una regresión hacia el salvajismo. Es en ese momento cuando el director apela a los procedimientos del western clásico para contar una típica historia de pioneros blancos acechados por indios crueles y bestiales. Al principio de la historia los mocovíes vestían ropas similares a la de los criollos, aunque más viejas y gastadas; ahora aparecen ataviados a la manera de los indios de las películas. También los vemos participando de sus danzas y ritos ancestrales y comiendo carne de yegua. Luego observamos cómo roban la hacienda de los colonos y la arrean hasta las islas donde se refugian.
Se suceden entonces las típicas escenas de acción, propias del género. Los indios cortan los hilos del telégrafo para dejar al pueblo aislado y sin posibilidad de pedir ayuda a las fuerza militares más cercanas. En una pelea con cuchillos, el jefe de la rebelión mata a un gaucho que le reclamaba por unos caballos robados. Más adelante, los indios avanzan por las calles de San Javier y los blancos les responden disparándoles desde los techos. Los pocos sobrevivientes mocovíes de la matanza huyen hacia el monte, y en su escapada arrasan con algunas estancias. Los colonos, por su parte, incendian las precarias viviendas que ocupaban los indígenas Finalmente, llegan las tropas de refuerzo y se dedican a cazar a los rebeldes que aún quedan dispersos por la zona.
Como si quisiera compensar la imagen negativa de los mocovíes que a lo largo del relato va construyendo, Grecca introduce una historia de amor paralela entre la mujer del cacique de la tribu y el hermano de éste, jefe principal de la rebelión. Hacia el final de la película, el líder de los sublevados rescata a su amada de las garras de su desalmado esposo y, huyendo de la policía, consigue llevarla junto con él a las islas donde vivirán felices. De este modo, el mismo personaje que hasta minutos antes aparecía ante nosotros como un bárbaro irracional y peligroso se transforma en un héroe romántico con el que podríamos, incluso, llegar a identificarnos.
Es interesante ver cómo confrontan en la película las ideas del positivismo y el progreso, representadas por la oposición entre civilización y barbarie en auge durante aquellos años, con las que se desprenden del registro despojado de la vida cotidiana de un determinado grupo de personas que afronta una situación injusta. De alguna manera, las imágenes de los mocovíes verdaderos terminan imponiéndose a los prejuicios que la sociedad de la época tenía sobre ellos. Estos aspectos, entre otros, convierten a El último malón, más allá de la curiosidad que despierta por sus inusuales características, en una obra colmada de hallazgos y singularidades a la que siempre vale la pena regresar.